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Esa voz molesta

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Sí, lo confieso: soy esa voz molesta. Esa que nadie quiere tener que escuchar. Soy esa amiga a la que a veces evitas sin querer porque no te va a gustar lo que te va a decir, aunque probablemente sea lo que necesitas. Esa que salta a la mínima injusticia como si todo fuera a desmoronarse por algo que a ti te parece un granito de arena en un mundo que no tiene remedio. Esa que no le ríe las gracias a la estrella de turno por miedo al qué dirán. Esa que te cuenta que la dignidad cuesta mucho, pero que mucho más que la fama. Esa que parece (sí, parece) que siempre está enfadada. Esa que te explica con mucho pesar que no podemos ser Apple con los recursos de un ayuntamiento rural.  Esa que se niega a rendirse a la idea de que siempre es mejor pedir perdón que pedir permiso. Esa que no te dirá nunca que sí a todo si es que no a casi nada, seas quien seas, pagues lo que pagues, vengas de donde vengas. No, mi capitán, sus deseos no siempre son órdenes.

No es que esté sola, ni mucho menos. Durante un tiempo, claro, me sentí así. «Me encanta rodearme de personas sinceras». Y una mierda. La mayor mentira jamás contada. Pero luego empiezas a hablar y descubres que las voces molestas somos muchas y muy diversas. Que somos necesarias. Que no faltamos en casi ningún ámbito de la vida. Que sin nosotras falta siempre esa pieza que te ahorra tiempo, disgustos, dinero y desgracias dándote de lleno con un salmonete en la cara. Siente sus frescas escamas sobre tu idea revolucionaria de cartón piedra. El poder del omega-3 no siempre es agradable, pero el impacto a veces te devuelve de un golpe seco y certero a la tierra. En un mundo en el que limitarse a vomitar con vigor y una sonrisa el mayor número posible de ideas sin fundamento en una sala de reuniones es la forma de hacerse necesario, la voz molesta se hace particularmente grotesca. «Tienes que ser más políticamente correcta».

Resulta que ese, en realidad, no es el problema. Y sí, es cierto que algunas voces molestas aprenden a paso lento y a veces torpe a cultivar el arte de la sutileza. Pero no es eso lo que suscita murmullos y desconfianzas. Es esa idea de que el otro quiere hundirte. O, peor todavía, que no tiene intención de molestarse en hacer algo tan sencillo como llevar tu sublime ocurrencia a la práctica por desidia, apatía o pura cerrazón. En el contexto adecuado, la voz es voz y es molesta, pero el resto del tiempo trabaja en silencio, no te estorba, no patalea. No te cuenta lo que va a hacer: lo hace. No te promete una idea: te la entrega.

Esa retorcida visión de que el mundo es y será siempre una sangrienta arena en la que solo queda vivo el que mejor agacha la cabeza para librar una batalla en la que ni siquiera cree es la que nos empuja a no callar. La voz molesta lucha por ti, por mí y por todos sus compañeros simplemente porque es lo correcto. No es lo fácil, no es lo agradable, no es lo seguro, pero ahí está. Un día la voz molesta no puede más. Un día se cansa, te mira, apaga las luces y se va. Y entonces ya no queda nada que frene el golpe, que evite la caída. Has perdido tu red de seguridad. Me pregunto cuándo notarás la diferencia.


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